Respiro. Aún me quedan lágrimas por expulsar ya que esta angustia me persigue. Cuando me senté en la camilla solo recé. La ausencia de la paz me volvía loca, la inexperiencia me hacía de 10 años. Estaba aterrada. Mi madre me miraba con los ojos tristes y un tic nervioso. La sangre corría como queriendo escaparse de mí.
Sólo veía luces en el techo, no había cura para mi situación; sólo esperar que pasara ese frío momento. No conseguía comprender que estaba sucediendo hasta que el doctor pidió un interrogatorio a puerta cerrada. Yo con dolor y las primeras lágrimas contestaba e imaginaba un confesionario. Sólo cuando le dije que una noche me calqué en su sonrisa irresponsablemente, tuve la explicación de mi palidez. Era tan intensa la hemorragia y los dolores abdominales, que en un momento el doctor pensó ir más allá. Parecía como si me mordieran y me sacaran hasta mi última gota de amor.
Ahí tenía una respuesta, pero no quería asumirla, era sólo una probabilidad. Pensé en él y me di cuenta que siempre hasta lo más puro se interrumpe entre nosotros. Podría haberle regalado la felicidad más grande en su vida pero ni eso estaba permitido. Si la sangre fue la muerte del sueño inconsciente que planeamos, existía la posibilidad de que toda unión entre nosotros fuese fallida. Ahí con otros ojos confirmé que lo nuestro no estaba reglamentado para coincidir.
Seguía llorando y el doctor se dirigió a mi mamá, me aterré de pensar que la respuesta sería la única verdad que ella nunca hubiese querido escuchar. Sólo me abrazó. Me da tristeza pensar que la vida escapó como el llanto de mí. A mi edad, fríamente, ese latido se puede reemplazar, pero me niego a tener otro sin buscarlo.
Me voy a dormir. Me siento culpable de este secreto que hiere mi alma y me pesa cargar. Tengo pena, miedo y aunque deteste sentir odio… ahora lo odio. No puedo seguir escribiendo porque se me acabó la sangre, la ilusión, el amor, todo se fue en un arranque de nostalgia y en esa concentración de dolor. Vuelvo a respirar.